Cada mañana los niños preparan
sus deberes, recogen sus mochilas, dejan su casa atrás y se disponen a ir a sus
clases, probablemente acompañados de alguno de sus padres hasta
la puerta. Al llegar allí el niño entra en otro ámbito de su vida, igual de
válido y necesario. Este es el hecho clave que hace fundamental la relación
entre profesores y padres.
En
algunas ocasiones los educadores de ambos ámbitos (casa y escuela) pierden esta
noción y se olvidan de que tienen funciones diferentes pero un objetivo común y
que a la vez es el más importante: que ese niño que tienen en sus manos
se abra al mundo en el que está de la mejor manera posible, para
mejorarlo y mejorarse.
Uno de los requisitos que es beneficioso que se cumpla para que la relación entre
profesores y padres sea óptima es entender las funciones que tienen que
repartirse
y que estas tienen que estar en consonancia entre sí. En otras palabras, no
sirve de nada la educación que se pretende dar tanto en el colegio como en el hogar
si es contradictoria.
Lo más favorable que puede ocurrir es que
el niño sienta la credibilidad de la unión que se establezca entre su profesor
y sus padres: los niños necesitan pruebas y aprenden de lo que ven. Si
ellos constatan que la relación no es estable ni equilibrada, probablemente uno
de estos dos ámbitos en los que vive se resienta.
En este sentido, es beneficioso que los
padres sean conscientes de que no pueden desatenderse de lo que sus hijos hacen
en la escuela, puesto que la tarea del profesor será poco eficiente si
los padres se desentienden de ello. El niño necesita valoración, que crean en
su capacidad de aprendizaje, que sus padres colaboren con la creatividad
y sugerencias de sus profesores, etc.
La escuela no es el lugar al que se va para
superar un curso con justas o injustas calificaciones y los padres no son
profesionales de la educación: la comunicación y el respeto
son vitales para mantener los lazos fuertes entre todos.